Relato breve: los primeros recuerdos

En el primer cajón de la cómoda guardo mis palabras. Las que escribía con tinta azul en hojas ralladas como en la escuela de las monjas. Hay recuerdos que marcan siempre. Entonces yo tenía nueve. Lo que más marcó fueron las hostias, las de verdad, las que me dejaban vulnerable con un temblor en la mejilla, pero eso forma parte de los malos recuerdos que guardé hace tiempo.

Más allá del cajón está el pueblo, la escuela de la tía Helena que olía a gomas de nata y a pupitres de una madera suave de tan utilizada. La madera como las virutas de la carpintería del tío. Por las tardes bajaba a verlo y al abrir la puerta las veía bailar con el aire y mis pies pequeños se arrastraban entre los rulos blandos y perfectos que llenaban el suelo. Los buenos recuerdos. Los primeros como las cosquillas en mí boca de las burbujas de gaseosa salpicadas con unas gotas de café que a mis tres o cuatro años, me hacían sentir mayor.

Lo que marcaba el tiempo en nuestros días del pueblo eran las comidas, sobretodo la preparación que podía durar horas y dejaba las baldosas y mí espalda chorreando gotas. Recuerdo que la tía se colgaba su delantal de un color que no puedo definir, la cazuela en el fuego, la cuchara de madera gastada; la veía ir hasta la despensa y de donde sacaba un montón de cosas que iba dejando una al lado de otra con cuidado. Al final la magia, la caja de metal plateado. Las especias.


Las especias formaban parte de nuestra vida porque la tía las utilizaba según estaban sus emociones de aquel momento. Con el tiempo aprendí a adivinarlas por el olor que iba llenando la cocina. A días le brillaban los ojos y echaba granos de pimienta para avivar la pasión, me decía, girando por unos segundos la cara redonda que brillaba por el calor, hacia el rincón en el que yo siempre me sentaba a mirarla; otros la oía cantar y ponía pequeñas hojas de orégano. El lugar especial lo tenían las barritas de color tierra de la canela porque nos hacía mirarnos con sonrisas más cálidas. La dulzura del azúcar la guardaba para el final, para los momentos de las gotas de café.

Relato breve: Yo me acuerdo

(trabajo segundo)

Basta un instante. Son unos segundos en los que el olor de la higuera que hay cerca de casa, de camino al parque, hace que me pare. Es cuando llega una brisa de Levante. Cierro los ojos, husmeo el aire y de repente me vuelvo pequeña.

Los edificios encalados, la plaza de cemento, incluso los gritos de los niños y mi perra que me tira de la correa, todo se desvanece. Regreso al pueblo, al patio de la higuera grande que alcanzaba el primer piso, donde yo vivía los veranos. A un lado la puerta de cristal de la carpintería del tío, al otro las jaulas de las gallinas y los conejos. Corro con los pies descalzos por la arenilla. Una oca enfadada me persigue y cuando se marcha escarbo con las uñas la tierra en busca de mi tortuga escondida.

¿Qué sería de mí sin los recuerdos? Los que me habitan. Los de antes y los de ahora. Las mejillas de mis niños, pequeños, la suavidad que se me pegó en los dedos para siempre. La mirada de mi amante, cuando por unos segundos se confundía con la mía, profunda, el contacto húmedo de su piel con en el que aún me acuesto por las noches y me despierto cada mañana aunque hace tiempo que ya no está. Mis recuerdos me acompañan, en silencio, vete a saber desde qué lugar escondido.

Con su agilidad me transportan del patio a la calle donde jugaba con mi primos. Once eramos. Yo, ni de los grandes ni de los pequeños. Once. Estamos jugando a arrancar cebollas, a la charranca y a tirar la pelota contra a una puerta siempre cerrada. Una puerta alta de madera clara, brillante, que no nos atrevemos a tocar por miedo. Flojito nos contamos historias de mujeres encerradas que a veces nuestra imaginación convierte en asesinatos de película. Nos hacemos los valientes, le tiramos la pelota y marchamos corriendo.

Los recuerdos insistentes me revuelven ahora el pelo. El tren que me lleva cada verano desde la ciudad a la higuera. Saco la cabeza por la ventanilla bajada. Miro el tramo de vía que tenemos por delante con  piedras a los lados, los postes pasan rápidos mezclando el olor a brea con el carboncillo del humo de la locomotora. Los campos de maizales verdes, la marcha del tren se hace más rápida, y nos anuncia, entre silbidos alegres, que hemos llegado al tramo de bajada y queda poco por llegar al pueblo. Mí pelo largo vuela más alto entre mechones enredados.


Casi el tiempo de un parpadeo con el que me llegan espacios perdidos. Todo en ese instante, con un olor, un roce. Me lleno el cuerpo de sensaciones que no consigo retener. Cuando abro los ojos mi perra está sentada, me mira con las orejas altas y barre el suelo con su cola. Sigo el paseo hacia el parque, renovada, con una felicidad recién estrenada. Instantes. Quien sabe donde se han vuelto a esconder.

TOSCANA

"Cuentan que construyeron la vía férrea sobre los Alpes, entre Viena y Venecia, antes de que existiera un tren que pudiera realizar el trayecto, aún así la construyeron. Sabían que algún día llegaría el tren.
Si yo hubiera tomado otro destino ahora sería una persona distinta."