(trabajo segundo)
Basta
un instante. Son unos segundos en los que el olor de la higuera que hay cerca
de casa, de camino al parque, hace que me pare. Es cuando llega una brisa de
Levante. Cierro los ojos, husmeo el aire y de repente me vuelvo pequeña.
Los
edificios encalados, la plaza de cemento, incluso los gritos de los niños y mi
perra que me tira de la correa, todo se desvanece. Regreso al pueblo, al patio
de la higuera grande que alcanzaba el primer piso, donde yo vivía los veranos.
A un lado la puerta de cristal de la carpintería del tío, al otro las jaulas de
las gallinas y los conejos. Corro con los pies descalzos por la arenilla. Una
oca enfadada me persigue y cuando se marcha escarbo con las uñas la tierra en
busca de mi tortuga escondida.
¿Qué
sería de mí sin los recuerdos? Los que me habitan. Los de antes y los de ahora.
Las mejillas de mis niños, pequeños, la suavidad que se me pegó en los dedos
para siempre. La mirada de mi amante, cuando por unos segundos se confundía con
la mía, profunda, el contacto húmedo de su piel con en el que aún me acuesto
por las noches y me despierto cada mañana aunque hace tiempo que ya no está.
Mis recuerdos me acompañan, en silencio, vete a saber desde qué lugar
escondido.
Con
su agilidad me transportan del patio a la calle donde jugaba con mi primos.
Once eramos. Yo, ni de los grandes ni de los pequeños. Once. Estamos jugando a
arrancar cebollas, a la charranca y a tirar la pelota contra a una puerta
siempre cerrada. Una puerta alta de madera clara, brillante, que no nos
atrevemos a tocar por miedo. Flojito nos contamos historias de mujeres
encerradas que a veces nuestra imaginación convierte en asesinatos de película.
Nos hacemos los valientes, le tiramos la pelota y marchamos corriendo.
Los
recuerdos insistentes me revuelven ahora el pelo. El tren que me lleva cada
verano desde la ciudad a la higuera. Saco la cabeza por la ventanilla bajada.
Miro el tramo de vía que tenemos por delante con piedras a los lados, los postes pasan rápidos
mezclando el olor a brea con el carboncillo del humo de la locomotora. Los
campos de maizales verdes, la marcha del tren se hace más rápida, y nos
anuncia, entre silbidos alegres, que hemos llegado al tramo de bajada y queda
poco por llegar al pueblo. Mí pelo largo vuela más alto entre mechones
enredados.
Casi
el tiempo de un parpadeo con el que me llegan espacios perdidos. Todo en ese
instante, con un olor, un roce. Me lleno el cuerpo de sensaciones que no
consigo retener. Cuando abro los ojos mi perra está sentada, me mira con las
orejas altas y barre el suelo con su cola. Sigo el paseo hacia el parque, renovada,
con una felicidad recién estrenada. Instantes. Quien sabe donde se han vuelto a
esconder.
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